Amanecí en Puno y me fui derecho a coger el bus que debía llevarme hasta Copacabana, ciudad de paso situada en la orilla boliviana del Lago Titicaca. Desde allí me sería fácil adentrarme en la inmensidad del Titicaca (que significa Puma de piedra) y pasar una noche en la Isla del Sol, que era el destino que había escogido para conocer en el lago. Y es que debí descartar otros destinos del Titicaca como la Isla de la Luna o las Islas flotantes de los Uros, ya que mi gran viaje andino iba tocando a su fin y debía pensar como volver a Quito después de 32 días.
Salimos de Puno en un bus del que debimos apearnos en la frontera, la cual, como es habitual por aquí, atravesamos a pie deteniéndonos en ambos puestos fronterizos, peruano y boliviano, para volver a retomar el bus hacia Copacabana. En la cola de la oficina boliviana me llevé una agradable sorpresa al encontrarme caras conocidas: Adam el neozelandés, con quien había coincidido en Huaraz, Pau (gracias por tus fotos) y Flo, con quienes compartimos excursión en el Valle Sagrado, un chavea salvadoreño que era cocinero en NY…
Recuerdo la impresión que me produjo el llegar a Bolivia por esa zona norte y encontrarte de golpe con la cultura Aymara, así como las diferencias respecto al Perú, algunas ya palpables en la misma frontera. Y es que realmente no solo atravesamos una barrera artificial, sino que retrocedimos varias décadas en el tiempo. Ese día nos vimos obligados a dormir en la insípida Copacabana, ya que hasta la mañana siguiente no partían los barcos hasta la Isla del Sol, que se encuentra a más de 3.800m de altitud.
La Isla del Sol, una meca mística
A la mañana siguiente, tras una singladura de más de 1 hora, desembarqué en el Puerto sur de la Isla del Sol donde trepé por la Escalera del Inca hasta la cresta de la isla, desde donde la recorrería enteramente hasta el norte en un trekking suave de unos 7 km. Otra ruta de senderismo tocaba y en esta ocasión la hice acompañado por dos chaveas argentinos, de Tucumán, y por otro grupo de parejas, también argentos, que iban un poco por delante. De aquel trekking recuerdo básicamente 3 cosas:
- Los lugareños que nos salieron al paso, en más de una ocasión y no de buenos modos, exigiéndonos plata por atravesar sus tierras. Eran de cada una de las 3 comunidades que se asientan en la isla. Tras la segunda vez, decidimos tirar campo a través.
- Lo cerca que estamos de los argentinos. Y es que en un alto en el camino junto a las parejas, comimos unas galletas y uno le dijo a otro- ché, comés más por los ojos que por la boca!– lo que me resultó extraño y a la vez familiar, pues era un dicho típico de mi abuela. Cuando se lo comenté al que lo dijo, me confesó que su abuela se lo decía, cuando le pregunté por la procedencia de su abuela me dijo que era andaluza.-Igual que la mía-le respondí.
- También recuerdo que por primera vez en la Isla del Sol, y no sería la última, perdí completamente la noción del tiempo. La caminata hasta Chollapampa fue completamente onírica y no sabría calcular cuanto tiempo empleamos. Ya esa noche, bajé a una pequeño tienda de ultramarinos y hubo un momento en el que igualmente me sentí perdido, entre el viento y el frío.
Al norte de la isla, a la vista ya de la Roca Sagrada de los Incas, bajamos por otro sendero que nos condujo a la Comunidad Challapampa, paraíso, como toda esta zona, de mochileros argentinos. Conseguí, no sin dificultad, una habitación en un hostal junto a la playa. La habitación estaba bien limpia, aunque no había agua corriente, por lo que a la mañana siguiente tocó ducha con una zafa de agua templada.
La Isla del Sol, especialmente Challapampa, no es destino apto para sibaritas, burgueses o personas de avanzada edad. Esa tarde noche lo pasamos bien comiendo pizza casera, hablando de Latinoamérica, cantando algo de Sabina y bebiendo vino con la muchachada argenta que allí se alojaba.
Increíblemente no visité ninguno de los restos arqueológicos de la Isla Titikaka, nombre original de la Isla del Sol, donde se sitúa el origen mitológico de los incas. Allí escuché una vez más las historias contadas por los lugareños, una de las experiencias más enriquecedoras de este viaje y de cualquiera. El protagonista esta vez fue Fausto, un chavea de 15 años que me atendió en el principal restaurante del pueblo por la tarde. Me contó que era del Real Madrid y que su hermano, futbolista semiprofesional, había muerto con 22 años víctima de la polio.
Aquello me impactó y lo asocié rápidamente con un póster que tenían colgado en el que ponía: «Todos somos Evo«, junto a fotos que captaban diversos momentos de la vida de Evo Morales, algunos dramáticos cómo el que se veía siendo golpeado por la policía. Allí comprendí claramente como muchos indígenas bolivianos se sentían, por vez primera, personas gracias a Morales, uno de los suyos que había sido campesino, pastor de llamas y sindicalista.
Al final todo es tan sencillo como que una persona tenga la dignidad que se le presupone como tal, y Morales había hecho logros para miles, en educación y sanidad, logros que en Europa estaban asentados desde hacía décadas. Os imagináis jubilarse a los 45, estar machacado físicamente y no tener una pensión? Pues esto por aquí es algo reciente para muchos.
No fue casualidad que mi gran viaje por Sudamérica finalizase en La Isla del Sol, un enclave mitológico en medio del Lago Titicaca, donde el paisaje remitía claramente al día 1 de la Creación. Allí, en aquel islote sagrado y atemporal, cuna de los Incas, comprendí que mi itinerario desde Quito había sido algo más que un simple viaje. Realmente había sido un peregrinaje, mi particular camino hacia un Nirvana tan real como efímero.
Había ido superando etapas hasta concluir en aquella Meca mística, algo que empezó a fraguarse tras mi paso por Chachapoyas, cuando decidí entregarme a la libertad del viaje sin reparar en planes u objetivos. En Arequipa completé otra etapa al comprender que me estaba fusionando con los paisajes y sus gentes.
Esa espiritualidad la captaban los viajeros que me encontré a partir de allí y no pocos se me acercaban como quien consulta al oráculo, preguntándome que ver, que hacer en tal o cual sitio del Perú, o simplemente intrigados tratando de saber algo de mí. A partir del Valle Sagrado y, sobre todo, de Machu Picchu, conseguí recargar mi alma con una paz que nunca había tenido y desde entonces prácticamente dejé de comer, ya que apenas lo necesitaba.
Perú es en efecto una experiencia sensorial idónea para el espíritu, un bálsamo para el alma, al igual que supongo que será La India. Así me lo habían señalado ya algunos trotamundos de primera que había conocido…siempre esos dos destinos. La India, por qué no dedicarle un mes como mínimo? No estaría nada mal, aunque en aquellos momentos me tocaba pensar en cuestiones más mundanas como era regresar a Quito. Cuatro días de autobús me costó (64 horas, 3.535 km) en los que volví a cruzar fronteras a pie, me quedé colgado 8 horas en una ciudad fronteriza de Ecuador y nos paró el ejército, la última noche, para comprobar si llevábamos artículos de contrabando.
Nos hicieron salir solo a los hombres, aunque previamente el colombiano que iba sentado junto a mí, perro viejo, me había pedido 5 $, los mismos que le soltó discretamente al militar que le abrió la mochila. Tras la anécdota reiniciamos la marcha y mi pana me devolvió mi plata. Ambos estábamos felices; él llegaría a Cali con sus pañuelos peruanos intactos y yo llegaría a Quito de una pieza tras haberme pegado el viaje que siempre quise hacer.
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