Cuyabeno es una reserva natural situada en la selva amazónica ecuatoriana, el Oriente. Fue, tras Baños, mi segundo viaje por Sudamérica y era sin duda el que más me apetecía, ya que las selvas ecuatoriales no abundan por Europa.
Así que contraté un tour desde Quito por 3 noches con pensión completa (creo que pagué algo más de 200$) y tras hacer algunas compras necesarias, como unas zapatillas de goma y el sugerente bañador de cuadros que triunfaría en Perú, me dispuse a hacer el petate. Cogí un taxi que me llevó, en un trayecto de más de media hora, por primera vez a la estación de autobuses de Quito, situada en el sur de la ciudad. Ese trayecto lo recuerdo bien, pues generó alguna anécdota graciosa.
El taxista iba escuchando Raphael y Perales, por lo que el tema de conversación estaba servido. Rompí el hielo, no recuerdo bien como, y en un momento de la plática él me confesó: –qué pena, ya no existen cantantes en España como los de antes!!-, ante lo cual asentí y fue entonces cuando me hizo una pregunta para la que no estaba preparado y que aún hoy siento no haberle podido contestar, porque el buen hombre la formuló con la sinceridad de un niño: –cómo le va a la Pantoja en la cárcel?– Ahí descubrí como las viejas glorias hispánicas seguían en la brecha en Ecuador.
Un viaje animado hacia el Cuyabeno
En ese viaje nocturno de autobús al Cuyabeno corroboré, al igual que me pasaría en Cajamarca, que la seguridad vial está en pañales por estas latitudes. Esa noche el bus lo conducía un chaval que no pasaría de los 25 años, que se escuchó varias veces «El Espíritu del Vino» de Héroes del Silencio y que iba con demasiada alegría al volante, hasta tal punto que en un par de ocasiones tuve que llamarle la atención; una por la velocidad excesiva y la otra porque parecía que los Héroes estaban dando el concierto allí mismo.
Sin embargo lo peor vino ya por la mañana, cuando comprobé, antes de bajarme del bus, que el mismo chaval seguía al volante 10 horas después de haber partido de Quito. Tras despedirme de él, al final nos habíamos hecho amigos, el calor sofocante me dio los buenos días en una especie de venta donde me esperaba Hugo, quien sería mi guía durante las próximas jornadas en el Cuyabeno. Tras dejarnos caer por una pequeña depresión junto a la venta, apareció de repente el río y nos montamos en una canoa que nos condujo al lodge… yo deseaba llegar y poder descansar algo.
Un primer día inolvidable en el Cuyabeno
Pero mi gozo en un pozo pues en cuanto llegué al lodge, mi aventura en el Cuyabeno empezó desayunando junto a una pareja de alemanes y otra chica, Katja, también alemana, quienes me convencieron para que los acompañáse en la excursión…de día entero! Además el guía me decía que allí no me podía quedar, sin darme tampoco una explicación concreta.
Así que al rato de llegar al lodge ya estábamos en la canoa recorriendo el río Cuyabeno. Al principio iba un poco eufórico y todo me pareció bastante onírico, pues mi ansiado encuentro con la selva se produjo en estado de vigilia, y aunque luego decaí algo, finalmente resucité por la tarde gracias a un cúmulo de sensaciones bien reales.
Tras pasar la mañana navegando por aquellos parajes, paramos a comer en la orilla de la Laguna Cuyabeno, donde el guía hizo arroz. Era una especie de antiguo puesto o colonia despoblada y la verdad es que apenas probé bocado. Lo que más recuerdo de aquella parada es que me picó algo en el antebrazo(siempre supuse que un mosquito). El caso es que aquella picadura me duró tres semanas, en las que cambió varias veces de color. Creo que hice bien en vacunarme en Almería contra la malaria y el tifus.
Ya por la tarde fuímos a Puerto Bolívar, una población en la misma ribera del Río Cuyabeno en la que íbamos a hacer, creo, un taller de pulseras. Ya descendiendo el río empezamos a cruzarnos con los pueblos, o más bien los indicios de los mismos, ya que las casas apenas se veían al estar los márgenes del Río Cuyabeno varios metros por encima del lecho fluvial, menguado en esa temporada seca. Los indicios siempre eran los mismos: algunas canoas en la orilla junto, en el mejor de los casos, un humilde pantalán y alguna figura que nos miraba de manera desconfiada.
Al llegar a Puerto Bolívar fondeamos en la orilla y fue allí cuando se materializó una de las estampas que tenía de Sudamérica; un paisaje fabuloso en un momento apacible, idílico, con los niños, alegres, jugando y nadando, ajenos a todo.
Me alegré mucho de estar vivo y de estar allí, siendo parte de aquella escena, e inevitablemente me vine arriba, por lo que cuando Rambo, el timonel de nuestra canoa, me retó a una carrera cruzando el Río Cuyabeno a nado, no me lo pensé. Me ganó solo por medio cuerpo, pero eso era lo de menos. Aquella experiencia me unió a la selva para siempre, en la cual nunca ya me sentiría un extraño.
Ya en el poblado no me apetecía mucho participar en el taller, por lo que decidí dar una vuelta por mi cuenta tratando de buscar alguna tienda donde comprar un cigarrillo. Empecé a escuchar música muy fuerte y hacia allí me dirigí, encontrándome con una escena harto singular: en el porche de una gran cabaña había unos personajes, algunos vestidos a la manera de los indígenas de la zona, bebiendo cerveza junto a unos parlantes, altavoces, que eran casi tan altos como yo. Le pregunté a uno si podía venderme algún cigarrillo, y aunque al principio fue reticente, acabó accediendo.
Así que me senté en el porche junto a un tipo, el mayor de todos, que resultó ser el chamán, de nombre Olmedo. Empezaron a ofrecerme cerveza, y por unirme a tan alegre sarao y no hacer ascos a tan gentil recibimiento, decidí comprar un par de cervezas más para repartir entre todos (las cervezas allí son de medio litro). Cuando pasé a coger las cervezas al interior de la cabaña me sorprendió ver un gran refrigerador completamente lleno de cervezas.
Era evidente que llevaban ya un buen rato de fiesta y que aquello iba para largo. Yo me puse a hablar con Olmedo de esto y aquello mientras las cervezas iban y venían, y en esas una indígena que allí estaba, Maritza, empezó a hablarme.
Era una india brava, no había dudas, y cuando le dije que era español empezó a exigirme que le devolviera la plata que les habíamos robado. Luego me pidió que la invitara a otra cerveza, y después a otra, aunque esta vez me la hizo beber casi entera. Los restantes miembros del grupo no paraban de reir, mientras Maritza me decía que no me dejaría escapar.
En esas estábamos cuando de repente apareció Hugo, el guía, diciéndome que llevaban no se cuanto tiempo esperándome. Esa era mi oportunidad, y sin pensarlo mucho salí de allí como el canelo antes de que Maritza pudiera reaccionar. Así llegué a la canoa y conté la historia a mis asombrados compis de excursión esperando que Hugo regresase y pudiésemos largarnos de una vez. Pero pasaba el tiempo y Hugo no venía…y cuando lo hizo llegó tambaleándose más de media hora después. Maritza, la diablesa, lo había embriagado y se había quedado con su reloj, por, según ella, haber dejado escapar al español!!!!
Y así, contentos (unos más que otros) al atardecer, conseguimos abandonar Puerto Bolívar para dirigirnos al lodge en un trayecto que no sería fácil; la noche nos engulliría navegando por un río poco caudaloso, que a pocos centímetros de la superficie ocultaba trampas en forma de tallos de árboles caídos desde las riberas. Varias veces tuvimos que parar a orinar y a pesar de los caimanes que nos miraban agazapados, fríamente desde las orillas, yo estaba tranquilo, seguro ya de que el verdadero peligro del día había quedado atrás.
Conociendo la selva del Cuyabeno
Ni que decir tiene que esa noche dormí como un bendito bajo el edredón, teniendo la sensación de que reinaba la temperatura perfecta. La mañana siguiente la pasamos caminando por un tupido bosque tropical durante más de 3 horas, en donde a diferencia del día anterior, nos adentramos completamente en el colosal mundo verde, inmediato y sofocante.
En nuestro itinerario probamos unas hormigas muy pequeñas que, dentro de una vaina, producían una pasta de sabor similar a la lima, comimos un gusano vivo, vimos otro árbol cuya sabia era curativa, nos encontramos con los ceibos gigantes y con los misteriosos «árboles que caminan«, cuyas raíces son aéreas. Pero cuidado!! que la criatura más insignificante te puede dar el mayor de los disgustos, como la Conga (no la de Jalisco!!), una hormiga negra que siempre va sola y cuya picadura te proporciona un buen rato de no-placer precisamente!
El lodge en el que me alojé (no recuerdo el nombre) me gustó, me pareció auténtico y se ajustaba a la idea que tenía preconcebida: una gran cabaña comunal con zona para comer, una pequeña biblioteca, mesitas dispersas, una cabaña anexa con hamacas y una parte alta de mirador… Las cabañas donde dormíamos eran ideales para ir en pareja o en solitario, intercomunicadas por una pasarela de madera que, como todas las construcciones, se alzaba sobre el suelo.
Como no había ventanas en las cabañas, al entrar te podía recibir una tarántula del tamaño de un puño, una especie de cucarachas que pululaban por la ducha o un simpático sapo amarillo gigante posado sobre la mosquitera. El lodge lo llevaban esos días de temporada baja tres chavales, más Rambo, que eran los que preparaban las comidas a base, mayormente, de productos del lugar: yuca, mandioca, pescado fresco…y siempre arroz blanco, que nunca faltaba ya fuera en selva, costa o sierra.
Esa tarde decidí no ir a la excursión prevista, prefiriendo quedarme de siesteo en mi cabaña. Allí viví otro grandioso momento tropical (algo menos revelador que en Machu Picchu), que me permitió comprobar la dinámica de la jungla; de repente los monos, tucanes y demás aves callaron, para dar paso a un tremendo y fulgurante aguacero que no hizo sino resaltar, aún más, los atributos de la selva: el olor a barro y humedad, a vida pura.
Esa tarde despedimos a la pareja de alemanes y por la noche Hugo y yo, ante mi petición expresa, nos adentramos en el espesor armados solamente con una linterna y un machete (hay que llevarlo siempre), para tratar de pasar desapercibidos y sentir la vida de la noche tropical. Así, agazapados bajo un ceibo y con las linternas apagadas, empezamos a escuchar un carrusel de idas y venidas, de plantas sacudidas por trasiegos indescifrables, alguno de los cuáles se debía a criaturas de cierta envergadura, quizás tapires o cerdos salvajes.
Al siguiente día Katja y yo nos quedamos como los únicos turistas del lodgey pudimos planificar la jornada un poco a nuestro antojo. No es extraño encontrar una chica joven (alemana, francesa o norteamericana) viajando sola por aquellos lares. Es más, Katja ya conocía Sudamérica pues había estado saliendo con un peruano al que había ido a a visitar a Lima. Ese día estuvimos pescando y dando un paseo, o más bien haciendo una gimkana por otra zona de la selva que nos condujo al sitio donde Hugo me recogió la mañana que llegué al Cuyabeno.
El último del Cuyabeno
Cuando Katja se fue al día siguiente le propuse a Hugo navegar por el río, a remo. El motor de las canoas se escuchaba a kilómetros, y aunque son necesarios para desplazarse, desde el principio me parecieron intrusos que perturbaban la paz del ecosistema ecuatorial.
Descendimos durante un par de horas a remo, muy suavemente, con la vana esperanza de encontrar a la anaconda, la nutria gigante o el delfín rosado del Amazonas. De regreso al lodge arrancamos el motor cuando vimos que se nos había hecho muy tarde y así pude manejar la canoa; no es fácil, pues en temporada seca como era hay que esquivar los troncos y tallos que se encuentran semisumergidos.
Y así transcurrieron mis 4 días en la Reserva de Producción de Fauna Cuyabeno, esa colosal zona de bosques tropicales inundados donde se suceden los ríos, pantanos y lagunas. Una reserva que es una de las zonas con mayor biodiversidad del planeta, tanto en fauna como en vegetación. Quien sabe cuantas millones de especies de plantas y criaturas quedan aún por descubrir allí.
Hugo me acercó hasta Nueva Loja, capital de la Región Amazónica Ecuatoriana, surgida en 1971 tras la llegada de colonos atraídos por el petróleo. Desde Nueva Loja, un sitio fronterizo, plano y donde el estado apenas es visible, pude regresar a Quito. Hasta 2 veces más volvería al Amazonas ecuatoriano, aunque sería al Yasuní.